Leyendo y releyendo notas sobre este tema di con un relato que me impresionó por lo similar. Si bien la historia que se cuenta es diferente, la vivencia sobre el primer nacimiento es muy similiar. A diferencia de lo contado en la nota, que más abajo les dejo, yo no sé si habrá un segundo embarazo en el futuro. Pero coincido en que si lo llegase a haber, tambíen haría todo de otra manera, incluso bajo el riesgo de volver a tener la placenta mal ubicada. Es bueno saber que una no es la única en sentirse mal frente a esta situación!!
Volver a nacer
Por Irina Hauser
Cuando
ella lloraba, su llanto era el mío. Su furia era la mía. Sus hoyuelos
también. Sus pedidos de calor. Su hambre. Sus ojos gigantes. Mi
tristeza. Mi desconcierto. Todo lo veía en ella. Dana nació en pleno
verano por una cesárea programada que no elegí. Estaba ubicada de cola.
Con frustración, acepté que es riesgoso que los bebés en esa posición
nazcan por un parto vaginal. Después del papeleo y dos horas en la sala
de espera, hice mi entrada triunfal al quirófano, donde encontré el
abrazo reconfortante de mi obstetra y un noventa por ciento de caras
desconocidas. “A tu mujer le bajó todo el cagazo junto”, le dijeron a mi
esposo al hacerlo pasar. Claro que tenía miedo. Pero también tenía
náuseas, mareo, no sentía ni las manos. No podía articular ni una
palabra. “Voy a vomitar”, alcancé a decir. Sólo sentía que sacudían mi
cuerpo. Una mano de David acarició mi cabeza. Lloré bajito. Una
enfermera me mostró a la beba desde lo alto, como un avioncito. Lejos de
mi piel. Gordita. Increíblemente hermosa. La escuché llorar a la
distancia. Debo haber estado medio tendida en la camilla en un pasillo,
junto a un ascensor. Sola, sin que nadie me hablara. Tuve las piernas
dormidas seis horas más y tardé dos días en entender –y en poder
preguntar abiertamente– por qué me habían obligado a estar todo ese
tiempo en posición horizontal, haciendo pis en una chata, sin poder
abrazar a mi hija, dándole el pecho acostada boca arriba con ayuda de
alguna nurse. Me habían dado mal la anestesia. Me lastimaron la
duramadre, una membrana de la médula, y no debía moverme para evitar que
se derramara líquido encefalorraquídeo, o sufriría terribles dolores de
cabeza. Volvimos a casa un día de tormenta. Me pareció que la cuadra se
veía distinta. Como si las casas fueran otras, otros los colores, las
plantas y los negocios. A la vez, miraba a Dana y me veía a mí misma en
una foto de bebé, exacta, sólo que con otro color de pelo. Irradiábamos
dolor. Desazón. Felicidad. Ansiedad. Una herida abierta. Puedo decir que
las circunstancias que rodearon su nacimiento marcaron nuestro vínculo
inicial. El año pasado, cuando volví a quedar embarazada, pensé
automáticamente que quería revancha. La segunda vez te agarra con cierta
sabiduría. Era toda una candidata a aspirar a un parto domiciliario. Lo
medité, leí, lo analicé, escuché historias en primera persona. Todo
sonaba emocionante. Con David pasamos noches pensando qué hacer. Somos
temerosos. Y habíamos quedado asustados. Soñábamos algo tan simple como
sentirnos respetados, que nadie nos impusiera cómo tiene que fluir la
revolución de la llegada de un hijo. No nos veíamos pariendo en casa.
Por seguridad o comodidad. Vaya a saber. ¿Algo tan natural debía ser tan
complicado? ¿Tan impersonal, o deshumanizado? ¿Las clínicas sólo
ofrecen partos industriales? ¿Habría forma de trazar nuestro propio
camino? Elegimos al obstetra con dedicación y nos jugamos. Nos atendía
sin mirar el reloj, hablábamos de política y nos daba esperanzas de un
parto por vía baja, aunque desde el primer día fundamentó por qué si la
criatura repetía la postura de la hermana había que hacer una cesárea.
Bingo. Rocío también llegó en verano y estaba apoltronada en mi panza
cola abajo. Era un sábado de sol rutilante. A las ocho de la mañana, la
partera ya nos esperaba. Me dio charla y me mimó cada minuto. Me
presentó a todas las enfermeras, que me llamaban por mi nombre. El
anestesista me explicó por qué y cómo no me haría daño. A David lo
dejaron estar todo el tiempo. El obstetra deslizó a Rocío hacia el mundo
exterior con suavidad, mientras cantaba un tango. “Prolijito, eh”, le
indicaba la costura a su asistente. Al instante recostaron a Rocío a mi
lado, y la besé. Mi beso calmó su llanto. Pasó horas en mis brazos. El
dolor se disipó. A Dana se le dibujó una gran sonrisa duradera. Rocío
tiene la risa fácil. Y contagia. Su risa es la mía. La de los cuatro.
Nos abrazamos mucho. “Los quiero”, festeja Dana. Yo digo que fue como
volver a nacer.
no puedo evitar releer el relato de Irina y volver a llorar por la angustia de mi propio recuerdo. Revancha, eso quiero, porque lo que paso y sentí ya no se cambia
ResponderEliminarAy Ceci, que dolor el de tantas..imposible leer sin llorar, reviviendo lo que me pasó, lo que te pasó a vos, a Irina...a tantas madre
ResponderEliminarCeci... lo bueno es "sanar" la herida, que lleva su tiempo, cuando un nuevo embarazo llegue, será tiempo de pensar en "ese" embarazo.
ResponderEliminarBeso grande!
Muy lindo lo que escribís!
Me encanto tu historia!! Podrida estoy de leer relatos de partos naturalísimos después de cesáreas terribles, como si las cesáreas fueran lo peor, juzgando a quien las hace y se las deja hacer, desvalorizando el hijo nacido por cesárea contra el nacido por parto normal.
ResponderEliminarUn nacimiento por cesárea también puede ser hermoso, emocionante, cuidado y respetado!!!!!! Festejo el parto de Rocío!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Yo tampoco dejo de llorar...Y no se si sea tarde...pero tambien me gustaria tener mi revancha. Tengo pendiente hablar de mis partos en mi blog porque tambien me causan dolor :(
ResponderEliminarQué fuerte el relato de Irina, me puso la piel de gallina. Ojalá la 3era sea la vencida! ;)
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